sábado, 12 de noviembre de 2016

ADVAITA (NO DUALIDAD) Y RELIGIONES




Advaita y religiones


Abhishiktananda
(Henri Le Saux)


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Extracto del capítulo titulado “El dilema del Advaita” contenido en el libro “Saccidananda”, escrito por el monje benedictino y profundo conocedor del Vedanta Advaita, Henri Le Saux. Traducción inédita en castellano por R. Mallon Fedriani.


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Los cristianos en la India se ven confrontados con una experiencia espiritual y religiosa que proclama ser la más elevada, no menos que la suya propia. En nombre de esa experiencia los sabios hindúes, así como los místicos, discuten entre sí con el fin de afirmar el estatus esencialmente relativo de todo aquello que es accesible a los sentidos o a la razón humana. Partiendo de este juicio incluyen sin excepción no solamente las verdades que los hombres pueden llegar a descubrir a través del intelecto, sino también todas aquellas que proclaman haber recibido directamente de Dios a través de la Revelación divina. Creencias, ritos, instituciones religiosas de todo tipo, todo ello cae dentro de esta devaluación general. 

El jñani hindú por supuesto no niega todo valor a la fe y a las instituciones cristianas. Las considera útiles y de hecho beneficiosas para las gentes pertenecientes a un determinado contexto cultural, y ello en tanto que su experiencia espiritual está aún confinada dentro de la esfera del tiempo y de la multiplicidad. Esto es cierto no solamente para el Cristianismo sino para todas las religiones, y no menos para el Hinduismo. Mientras que el hombre diferencia entre el “yo”, el mundo, y Dios, los dogmas y los ritos no sólo son legítimos para él, sino necesarios. Nadie tiene ningún derecho a evadirse de las obligaciones de su propio dharma mientras no haya alcanzado la “experiencia final”; no basta que haya leído en las escrituras u oído de su gurú que la verdad última es advaita o no dualidad. La libertad inherente al estado de liberación o moksha sólo se logra por medio de la experiencia.

Desde el punto de vista vedántico ni la adoración ni las Escrituras hindúes, ni tampoco los sacramentos y dogmas cristianos, tienen un valor fundamental o supremo. Son todas como la ‘balsa’ de la que hablaba frecuentemente Buda. Uno hace uso de ella para cruzar un río, y en caso de emergencia si no hay ninguna disponible, uno puede incluso construirla por sí mismo; pero una vez que se ha llegado a la otra orilla a nadie se le ocurriría llevársela consigo. Dicho de otro modo, son como la cerilla encendida de la que se habla en los Upanishad: uno la utiliza para encender la lámpara pero una vez que la lámpara está encendida se deshace de ella sin pensarlo dos veces. El hombre tiene la capacidad de tener verdadera consciencia del sí mismo. No está hecho para permanecer siempre en el nivel rudimentario de consciencia al que lo arroja la percepción sensorial dirigida -como debe ser- hacia el exterior, y donde intenta mantenerle sostenido. Con toda seguridad el recién nacido necesita al principio la leche, pero la leche no va a constituir su alimento para siempre. Al principio necesita el pecho de su madre, pero el estado final del hombre no es permanecer junto al pecho de su madre. Tampoco puede la mariposa permanecer indefinidamente en el estadio de crisálida. Lo mismo es aplicable a los estadios sucesivos a través de los cuales pasa el hombre en su desarrollo mental y espiritual, desde el pensamiento práctico del hombre primitivo al pensamiento reflexivo del filósofo, y finalmente a la pura consciencia del  ‘Veedor’.

Los estadios preliminares no son mera ilusión, tal y como a veces se afirma de una manera excesivamente simplificada. La verdad que contienen tiene su valor, pero un valor que está limitado al nivel en el que se experimenta. Esta verdad no se pierde cuando la ‘experiencia suprema’ toma posesión del Espíritu. La teoría de Euclides no dejó de ser cierta en su propio nivel cuando los matemáticos descubrieron que se trataba solamente de un caso particular de la ciencia de la geometría. Para el jñani el mundo es real, al igual que lo es para el ajñani, tal y como ya sea dicho.  Sólo el jñani  tiene acceso a un nivel superior de realidad que es insospechado para el ajñani. Desde este nivel trascendente él es capaz de juzgarlo todo y de discernir el grado de verdad en todo aquello que se manifiesta como tal, algo similar a lo que dice San Pablo acerca del hombre espiritual (1 Cor 2:15). El hombre que ha alcanzado la esfera de consciencia del Sí Mismo en verdad no pretenderá afirmar que la percepción ordinaria es irreal en el sentido absoluto del término. Él sabe demasiado bien que no debe permitirse realizar ningún juicio categórico sobre la realidad del mundo, sobre su existencia particular, o sobre la variedad múltiple de las cosas. Por ejemplo, no dirá que el “yo”, el mundo, y Dios son sencillamente uno, ni reducirá el Ser a una mónada filosófica, tal y como con frecuencia se le pide que haga o a veces se le descalifica por hacerlo. Esto superaría los límites de su visión, y además constituiría una interpretación conceptual -además de dualista- de aquello que trasciende toda conceptualización. Todo lo que puede permitirse a sí mismo murmurar es ese “no hay dos”, advaita, pues el ser no se puede dividir...

Precisamente esto, es decir su negativa a la definición conceptual y su referencia constante a la experiencia transcendente, lo que hace que el vedantín sea tan inflexible en su negativa a llevar a cabo todo intento de absolutización de cualquier concepto o experiencia de la consciencia fenoménica. Exactamente igual que en el caso de la fe cristiana, la experiencia Advaita tiene lugar a un nivel que no permite comparaciones. Ambas siguen la misma línea. Sin negar el valor de la razón humana a su propio nivel, ambas niegan todo juicio acerca de ello. No obstante, no hay aquí ni siquiera dos revelaciones cuyos contenidos sean comparables fenomenológicamente, como es el caso entre Cristianismo y el  Islam. La experiencia del Vedanta, como la del Budismo y el Taoísmo originales, sólo puede entenderse en sus propios términos. El desafío que presenta la experiencia espiritual oriental a la cristiandad, así como a toda forma de religión y filosofía, tiene un carácter definitivo. Éstas son empujadas hacia arriba hasta la última ‘línea de defensa’, compelidas a encarar un último dilema que consiste en permanecer para siempre en el nivel de lo que es múltiple y relativo, o consentir que se disuelva su identidad en la experiencia sobrecogedora del Absoluto.

De hecho no hay ninguna lógica que pueda minar la posición básica del Vedanta. Se puede discutir sobre los sistemas filosóficos que se desarrollaron sobre la base de la experiencia Advaita. Se puede intentar demostrar que en la Advaita no tiene respuesta a los problemas del mundo o de la vida moral, pero todo esto yerra su objetivo, o más bien resbala sobre la superficie diamantina del Advaita sin dejar la menor huella.  A todos los problemas a los que se le encara al jñani, a toda metafísica a la que se le confronta, él responde haciendo la sencilla pregunta: “¿admites o no admites el hecho del Ser?”  “Si ya hay Ser, ¿entonces quién o qué podría calificarlo?”  Éste era el tema que hace mucho tiempo planteaba el famoso poema de Parménides en los amaneceres de la filosofía griega poco después de que los rishis en las orillas del Ganges  y los Indus hubieran también oído ellos mismos en las profundidades de su espíritu de la upanishad del Ser y Brahman.  La razón puede discutir, pero la experiencia conoce.

El simple monoteísmo, tal y como fue revelado a Abraham, no puede responder fácilmente el desafío vedántico. Esto también es cierto acerca del monoteísmo que se encuentra en el Corán, y también en la forma mosaica.  A los ojos del vedantín la proclamación de la trascendencia de Dios que hacen los judíos o los musulmanes queda invalidada por el mismo hecho de que se atrevan a formularla. Postrarse ante Dios es sin duda algo muy noble, pero en el mismo acto de postración ¿acaso no está el creyente afirmándose a sí mismo frente a Dios? ¿Acaso no está midiendo a Dios con su propia escala humana en el momento en el que proclama que Dios está más allá de toda medida? Quizás todo esto sea una manera de hablar que no tenga mayor valor, en cuyo caso no hay nada más que decir; de ser así, entonces el Advaita permanece como la Verdad definitiva. Si en vez de eso hay una ‘postración’ real, entonces esa postración en sí misma destruye la llamada a la trascendencia, ya que presupone al menos alguna medida común entre aquel que adora y aquel que es adorado.

La religión del Antiguo Testamento está fundamentada enteramente sobre la idea de una Alianza entre Dios y el hombre. Sin duda esta es una de las expresiones más elevadas posibles de la relación del hombre con Dios. No obstante ¿quién eres tú, como hombre, para erigirte a tí mismo como ‘compañero de Dios’, para pedirle explicaciones como hizo Job, o incluso para desafiarlo por tu pecado? ¿Quién eres ‘tu’ para erigirte a ti mismo de este modo? Una vez que se ha encontrado el Absoluto, no hay terreno firme sobre el cual el hombre puede intentar mantener su equilibrio. Una vez que se está en contacto con el Ser, todo aquello que se atreve a proclamar que posee que tiene una parte en el Ser cae en la nada, o más bien, desaparece en el Ser  Mismo. Cuando el Sí Mismo brilla plenamente, el “yo” que se ha atrevido a acercarse no puede reconocerse a sí mismo por más tiempo, o preservar su propia identidad en medio de esa Luz cegadora. ¿Quién queda para ser en presencia del Ser Mismo? La demanda del Ser es absoluta. Nunca puede haber más que un valor relativo en todo lo que el hombre intenta decir o pensar acerca de Dios. Todo el desarrollo posterior de la religión de la Alianza -doctrinas, leyes y adoración- lo encuentra de una manera simple el advaitín en las palabras reveladas originalmente a Moisés es en el monte Horeb: “Yo Soy el que Soy”.

Sin duda el judaísmo continuará existiendo, igualmente el islam.  En verdad nadie pensaría en negar la influencia benéfica ejercida por estas fes monoteístas en el despertar religioso de la humanidad. Estemos o no de acuerdo en que en la religión mosaica fue revelada directamente por Dios, los ecos que suscitó en los corazones de los sabios según meditaban sobre la Alianza, el fuego que ha encendido en los corazones de los profetas, y el coraje y la fidelidad con la que inspiró a los creyentes incluso en las circunstancias más adversas, son todos ellos pruebas claras de su valor para el espíritu humano. Sin duda la religión de la Alianza se corresponde con intuiciones y revelaciones que están en la profundidad de la psique humana y proporcionan la oportunidad de su expresión. La actitud religiosa de los judíos desafía sutilmente la mente humana con el problema de la existencia personal del hombre a la vez que la personalidad de Dios; así mismo plantea el problema de la necesidad oculta profundamente en el hombre de entrar en comunicación con Dios y de tener al menos algún tipo de relación mutua con Él. (De forma análoga la “angustia” característica de el “ser para la muerte” que es tan destacada en la filosofía contemporáneo, encara al hombre de una forma no menos inexorable con la cuestión de la autonomía de su conciencia en el contexto de su contingencia). Siendo justos el vedantín no tiene más derecho a evadir dichos problemas cuando por su parte conceptualiza su experiencia del sí mismo y lo expresa en términos filosóficos, que lo tiene el cristiano para evadir el desafío del Advaita cuando intenta expresar en una “teología” la experiencia de los apóstoles del misterio de Cristo; y menos aún la experiencia del propio Jesús. Pero el advaitín objetará una vez más diciendo que estos problemas, al igual que todos los demás problemas, pertenecen únicamente al ámbito de la razón, de la “ciencia”. Es el individuo el que los plantea y piensa acerca de ellos, pero esto es así precisamente porque aún no se ha reconocido a sí mismo en su propia Verdad última. ¿Quién queda para hacer surgir estos problemas el día en el que se ha descubierto finalmente a sí mismo más allá de las ataduras y limitaciones de su existencia, más allá de la sucesión de momentos que transitan continuamente, y más allá de su conexión aparente con el mundo de su percepción igualmente transitorio? Los problemas que se encuentran en un sueño desaparecen automáticamente cuando uno se despierta. Las filosofías, al igual que las teologías, no tienen otro propósito que el de dirigir al hombre hacia el conocimiento que lo salvará.   Ellas no pueden entrar en la habitación más interior; en el “castillo interior”; al igual que Moisés, ellas tienen prohibido entrar en la “tierra prometida”. Sólo pueden otearla y admirarla desde el distante Monte Nebo, desde el punto ventajoso de su conocimiento discursivo o incluso desde las palabras con las que Dios ha consagrado su mensaje, pero requiriendo todas ellas la elucidación en el Espíritu. Su sola función es la de despertar al hombre, de hacerle realizar su propia naturaleza, y de liberarle poco a poco de su sí mismo de ensueño que proyecta su propio mundo de ensueño. Desafortunadamente el hombre se agarra a su mundo de ensueño con demasiada frecuencia por su propio interés; ¡incluso espera de él una salvación de ensueño! Las doctrinas, las leyes, y los rituales sólo tienen el valor de ser indicadores que señalan el camino hacia lo que está más allá de ellas.  Un día, en la profundidad de su espíritu, el hombre no podrá evitar escuchar el sonido del “Yo Soy”  que pronuncia “El-Que-Es”. Entonces contemplará el brillo de la Luz cuya única fuente es ella misma, es Él mismo, es el Sí Mismo único... ¿Qué lugar habrá entonces para las ideas, las obligaciones o los actos de adoración de cualquier tipo? ¿En qué se habrá  convertido entonces -pregunta el advaitín-, el filósofo y el teólogo, el académico y el sacerdote, el profeta y el maestro de la ley?



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